Esta noche he soñado que me escribías. Estuve ayer todo el día pensando en ti, es decir: en las cartas de Rilke. Pensaba que, si me iba con él, sería posible que me volvieras a escribir.
Me pasé todo el día yendo y volviendo desde la vida a la no vida, transité por senderos inhóspitos y recónditos en los que nadie sabía mi nombre y todo era de tal manera que no era yo, yendo y volviendo mirando fotos, preguntando a la gente, cambiando de ciudad con el fin de encontrarte y nadie te conocía; pensé hasta en ir a donde el cauce de las encinas, a donde el río se desbordó, pensé en gritarte para que aparecieras pero la dirección del poeta me equivocó preocupado en asuntos de otro país, de otro universo y ya después se hizo de noche.
Recuerdo que me miré las manos cuando aquel viento agitaba las nubes amenazando con desgajar mis papeles y llevarlos a un sitio en el que nadie te volvería a leer, a ti, que no acariciabas con dedos sino con el calor de la tinta de tus amadas letras. Fue como la aparición de otro Cuervo que eternamente me habría de condenar a quemar todas tus letras. Recuerdo que se me apareció nuestra última cita delante de aquella hoguera cuando una madre insensible me dijo que no había sitio y el fuego las destruyó: yo no tenía dónde llevarlas, dónde guardarlas, donde salvarlas del largo viaje que entre tu voz y mi voz estaba por comenzar y se quemaron todas menos la única que ni espacio ocupaba porque vivía en el aire y el aire te llevó lejos… de ti, de mí, de la ciudad.
Nos alejamos todo. Nos irreconocimos. Nos inventamos cientos de miles de veces, y sin ninguna delicadeza, nos creímos veloces, sabios, capaces de prescindir del equipaje de la hierba, de la envoltura de humo de aquella nieve que unificó la tierra sin preguntar, sin siquiera saber cuántas horas de sueño, cuántos días de ver ni en qué tormentas en el verano se volvería a necesitar toda la música.
Y entonces me puse muy seriamente a trabajar cuando ya parecía todo extinguido. Y tuve que recurrir a otro sueño de antaño cuando corría, corría, y en lugar de acercarme, todo quedaba atrás, venía como por escaleras interminables que te obligaban a ti a desaparecer por el derroche de sus caprichos y después no entendías, tú tampoco entendías ni yo y se acoplaban las cosas como caras inciertas; nos encontrábamos por casualidad entre peldaño y peldaño desbordados por ataduras y trajes, nuestro viejo lenguaje se parecía a las monedas frías que sellan las aduanas.
¡Ah, pero el fuego!, tú no lo viste, aquel fuego era indómito como los viejos troncos; aquella tarde tan dócil fue como la juventud arrancada del mes de marzo, a punto de ser abril y luego mayo y así tus hermosas palabras, lejos de ser cenizas, se quedaron en mí perennes como el olor de una espiga cuando giran los años y en una vuelta del caracol se pusieron a susurrar y todo se desató. Cuanto durante siglos había estado evadido, confuso, gris, mortecino, extraño, desubicado, excesivo, sobrante, solo, brutal, extremadamente brillante, afilado, ofensivo, incapaz de soñar, se retiró y puso tu boca junto a la mía y no hubo ni una pregunta pese a que estaba erizada toda aquella ciudad. Muy leve, nada más tú, como recuperado por el encuentro, volviste a ser leña tibia y el olor de la nieve.
¡Un beso!, ¡es un comienzo!, ¡es una larga palabra!, solamente quienes han conocido la violencia del fuego sometido a un destino, pueden llegar a comprender lo que éste siente por la madera, por los vestidos llenos de humo, y al tiempo de enamorarnos los tres, me fui corriendo a por un papelito en el que te anoté mi dirección para que puedas enviarme tus cartas.
Me pasé todo el día yendo y volviendo desde la vida a la no vida, transité por senderos inhóspitos y recónditos en los que nadie sabía mi nombre y todo era de tal manera que no era yo, yendo y volviendo mirando fotos, preguntando a la gente, cambiando de ciudad con el fin de encontrarte y nadie te conocía; pensé hasta en ir a donde el cauce de las encinas, a donde el río se desbordó, pensé en gritarte para que aparecieras pero la dirección del poeta me equivocó preocupado en asuntos de otro país, de otro universo y ya después se hizo de noche.
Recuerdo que me miré las manos cuando aquel viento agitaba las nubes amenazando con desgajar mis papeles y llevarlos a un sitio en el que nadie te volvería a leer, a ti, que no acariciabas con dedos sino con el calor de la tinta de tus amadas letras. Fue como la aparición de otro Cuervo que eternamente me habría de condenar a quemar todas tus letras. Recuerdo que se me apareció nuestra última cita delante de aquella hoguera cuando una madre insensible me dijo que no había sitio y el fuego las destruyó: yo no tenía dónde llevarlas, dónde guardarlas, donde salvarlas del largo viaje que entre tu voz y mi voz estaba por comenzar y se quemaron todas menos la única que ni espacio ocupaba porque vivía en el aire y el aire te llevó lejos… de ti, de mí, de la ciudad.
Nos alejamos todo. Nos irreconocimos. Nos inventamos cientos de miles de veces, y sin ninguna delicadeza, nos creímos veloces, sabios, capaces de prescindir del equipaje de la hierba, de la envoltura de humo de aquella nieve que unificó la tierra sin preguntar, sin siquiera saber cuántas horas de sueño, cuántos días de ver ni en qué tormentas en el verano se volvería a necesitar toda la música.
Y entonces me puse muy seriamente a trabajar cuando ya parecía todo extinguido. Y tuve que recurrir a otro sueño de antaño cuando corría, corría, y en lugar de acercarme, todo quedaba atrás, venía como por escaleras interminables que te obligaban a ti a desaparecer por el derroche de sus caprichos y después no entendías, tú tampoco entendías ni yo y se acoplaban las cosas como caras inciertas; nos encontrábamos por casualidad entre peldaño y peldaño desbordados por ataduras y trajes, nuestro viejo lenguaje se parecía a las monedas frías que sellan las aduanas.
¡Ah, pero el fuego!, tú no lo viste, aquel fuego era indómito como los viejos troncos; aquella tarde tan dócil fue como la juventud arrancada del mes de marzo, a punto de ser abril y luego mayo y así tus hermosas palabras, lejos de ser cenizas, se quedaron en mí perennes como el olor de una espiga cuando giran los años y en una vuelta del caracol se pusieron a susurrar y todo se desató. Cuanto durante siglos había estado evadido, confuso, gris, mortecino, extraño, desubicado, excesivo, sobrante, solo, brutal, extremadamente brillante, afilado, ofensivo, incapaz de soñar, se retiró y puso tu boca junto a la mía y no hubo ni una pregunta pese a que estaba erizada toda aquella ciudad. Muy leve, nada más tú, como recuperado por el encuentro, volviste a ser leña tibia y el olor de la nieve.
¡Un beso!, ¡es un comienzo!, ¡es una larga palabra!, solamente quienes han conocido la violencia del fuego sometido a un destino, pueden llegar a comprender lo que éste siente por la madera, por los vestidos llenos de humo, y al tiempo de enamorarnos los tres, me fui corriendo a por un papelito en el que te anoté mi dirección para que puedas enviarme tus cartas.
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